Por Eduardo Arroyo.
La identidad y la herencia cultural no se protegerán con una ideología que hace del hombre un ser económico y con un mercado autoregulado… aunque ese mercado se caiga a trozos.
Me satisface comprobar que mi anterior artículo sobre la «estafa liberal» ha levantado cierta polvareda que, espero, sirva para hacer pensar a todos aquellos que no se ven representados por las fuerzas políticas al uso. Hace escasamente una semana volví a meditar en el tema liberal al enterarme de que una pequeña empresaria, cuya osadía consiste en haber montado un supermercado en una localidad del sur de España, ponía su negocio en venta por el tremendo agobio de los bancos y del sistema impositivo del Estado. Esta audaz mujer no entiende que el mercado se autocorrige y que le colocará donde la ley de la oferta y la demanda necesite que ella esté. Naturalmente, es muy posible que ella no se crea esta estupidez del mismo modo que yo tampoco me lo creo. Más bien, su desgracia radica en un sistema económico organizado para mantener a una casta financiera, política y mediática parasitaria, que vive a costa del pueblo español mientras succiona sus energías y sus ilusiones.
Algo similar se me ha pasado por la cabeza con motivo de la polémica decisión del Ayuntamiento de Vic de no empadronar a los inmigrantes ilegales. Desde la izquierda más radical hasta las derechas y centro-derechas diversos, todos han entonado un monocorde corífeo sobre la «deriva peligrosa» y la «ilegalidad» de la decisión. Ninguno ha mencionado la tremenda injusticia que convierte al fraudulento empadronamiento de personas que están aquí violando nuestras leyes, en un coladero por el cual gente que lleva aquí seis meses acaba gozando de los mismos derechos que españoles que llevan cuarenta años cotizando con su sudor y su esfuerzo, y gracias a los cuales nuestro país subsiste al tiempo que la mencionada casta parasitaria medra y vive en la opulencia que niega a los demás.
Me pregunto qué es lo que tiene la clase política que ofrecer a ese pueblo al que dice representar: muchos creemos que en realidad solo se representa a sí misma.
Y es que a un lado y a otro solo se ve desierto: si el PSOE es quizás el partido menos confiable y más deletéreo de toda Europa occidental, confiar la regeneración nacional a las fuerzas del liberalismo no puede considerarse más que un tipo de suicidio diferente. Confieso que no he sido capaz de resolver la disyuntiva de qué es preferible, del mismo modo que no sabría decir si prefiero morir de peste o de cólera.
El asunto me preocupa especialmente porque veo en todos aquellos a los que España les duele, una absurda deriva hacia un liberalismo acrítico. El caso es que, desde Adam Smith y su escuela, la concepción del hombre como animal económico es el signo distintivo común tanto del capitalismo burgués como del socialismo marxista. Unos y otros están de acuerdo en que la función clave de la sociedad es la economía y, mientras que los marxistas consideran preponderante el modo de producción, los liberales consideran que es el modo de consumo quien determina la estructura social. Así las cosas, no es de extrañar que para el liberal, la sociedad civil solo deba consentir en asignarse el bienestar material, algo que solo puede alcanzarse a través de la libertad económica.
El hombre, definido como agente económico, es capaz de aspirar al bienestar material obrando en favor de su mejor interés, naturalmente, también material. Este mejor interés material juega un papel análogo al del «interés de clase» dentro del marxismo, de modo que el sistema está organizado en torno a tres postulados básicos y relacionados entre sí: primero, que el hombre, «bueno» por naturaleza, es capaz de distinguir «racionalmente» siempre su mejor interés y, en segundo lugar, que el interés individual coincide con el interés general. Corolario de este segundo postulado es que lo colectivo deja de existir para pasar a equivaler a la suma de un montón de intereses individuales considerados, dogmáticamente, como no contradictorios. Por último, en tercer lugar, exige una cierta dosis de igualitarismo, dado que si los hombres no fueran todos iguales, no podrían obrar «racionalmente» en busca de su propio interés.
Estas ideas se hallan en el «núcleo duro» del liberalismo de toda época y constituyen el fundamento de las características del liberalismo resumidas por John Gray, que vimos en el artículo de la semana pasada. La aparición de esquemas de interpretación del mundo en torno al homo oeconomicus marxista o liberal es lo que hace aparecer en la historia la denominada «ciencia económica». Es decir, una esfera de conocimiento técnico, modificable según las circunstancias, naturalmente subordinada a esferas superiores como la antropología o la historia, pasa a ser una esfera autónoma que no depende más que de sus propias leyes. De ahí que los diarios liberales empleen a menudo un lenguaje casi religioso para hablar de fenómenos económicos que, según ellos, son casi como las leyes de la naturaleza: «su actuación ha sido castigada por el mercado», «el mercado lo ha querido así», «las leyes económicas son inexorables», etc. Este, y no otro, es el origen del economicismo pero hay más.
El liberalismo, en términos históricos, no es que reivindique la libertad de los individuos, sino que lo que realmente reivindica es la libertad de las nuevas fuerzas de poder que nacen frente al Estado y de quienes las manejan. De ahí que la crítica liberal al poder del Estado enmudece frente a las concentraciones de poder, a menudo mucho más poderosas, de las empresas transnacionales. El liberalismo ha constituido el armazón intelectual para justificar la emancipación de la función económica respecto de lo político. La estrategia seguida es criticar «al poder» personificado en exclusiva por el Estado –jamás por los mastodónticos trusts bancarios o las multinacionales- subrayando su «ineficacia» y los peligros de la «ausencia de límites del poder».
Además, el liberalismo aspira a vaciar al Estado de todo contenido político y relegar lo político a una esfera subordinada a los intereses económicos. La jerarquía natural queda así invertida, de manera que el Estado y su gobierno solo deben mantener la seguridad y la paz que garanticen la libertad de comercio. La función gubernamental bascula desde el Estado hacia los gurús de la economía, donde está la verdadera ley determinante de lo social, hasta que el Estado mismo se ve relegado a un mal necesario y llevadero, en trance de desaparecer, en la misma línea que la «sociedad sin clases» del marxismo.
Esta visión de las cosas, tan crítica en apariencia con las «desigualdades humanas», sustituye las desigualdades no económicas –consideradas despectivamente como «privilegios»- por otras económicas. El éxito económico es el éxito sin más y son las leyes de la economía quienes seleccionan a «los más capaces». La desigualdad económica, que en otro tiempo solo se justificaba por la desigualdad espiritual, pasa a ser la única válida y las aristocracias de todo tipo desaparecen mientras se implementa, con pretensiones de universalidad, la jungla económica en nombre de la «libertad» y la «igualdad». Los que fracasan en semejante entorno son solo adscribibles, como nuestra empresaria andaluza, al club de los «perezosos» o al de aquellos que no han sabido «adaptarse al mercado». En la selva económica desaparece cualquier signo de identidad colectiva no económica. Entre el «individuo» y la «humanidad» no existe más que el Estado, un mal relativamente tolerable, pero jamás el pueblo. Los pueblos, las culturas, las étnias, etc, pasan a ser sustituidos por meros agregados de ciudadanía en los que prima el interés individual. Los «derechos del hombre» se refieren exclusivamente al individuo aislado «libre e igual». Los pueblos se transforman en «la población» y los compatriotas son ahora «los ciudadanos» o «los habitantes». La «soberanía nacional» es ahora el agregado de los millones de voluntades manipulables de los «individuos» que delegan en un poder abstracto, el cual rinde cuentas como si fuera un consejo de administración de un banco.
De ahí la irresponsabilidad de la economía liberal con respecto a las herencias culturales: la venta a empresas transnacionales de las riquezas industriales o artísticas de la nación, la organización de las migraciones según las necesidades del mercado, la deslocalización económica de mano de obra o de recursos y tecnología, la cultura de masas como estrategia para homogeneizar los gustos de los consumidores y alcanzar así el desarme ideológico y la polución cultural de los mismos, todo ello no es sino el corolario lógico de los postulados del liberalismo. Por eso, arrimarse al árbol liberal para contrarrestar los envenenados frutos del marxismo reciclado –con el cual, y sin embargo, tanto comparte- constituye un crimen de lesa patria al que muchos no estamos dispuestos.
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