Más sobre el liberalismo

febrero 7, 2010

Por Eduardo Arroyo.

La identidad y la herencia cultural no se protegerán con una ideología que hace del hombre un ser económico y con un mercado autoregulado… aunque ese mercado se caiga a trozos.

Me satisface comprobar que mi anterior artículo sobre la «estafa liberal» ha levantado cierta polvareda que, espero, sirva para hacer pensar a todos aquellos que no se ven representados por las fuerzas políticas al uso. Hace escasamente una semana volví a meditar en el tema liberal al enterarme de que una pequeña empresaria, cuya osadía consiste en haber montado un supermercado en una localidad del sur de España, ponía su negocio en venta por el tremendo agobio de los bancos y del sistema impositivo del Estado. Esta audaz mujer no entiende que el mercado se autocorrige y que le colocará donde la ley de la oferta y la demanda necesite que ella esté. Naturalmente, es muy posible que ella no se crea esta estupidez del mismo modo que yo tampoco me lo creo. Más bien, su desgracia radica en un sistema económico organizado para mantener a una casta financiera, política y mediática parasitaria, que vive a costa del pueblo español mientras succiona sus energías y sus ilusiones.

Algo similar se me ha pasado por la cabeza con motivo de la polémica decisión del Ayuntamiento de Vic de no empadronar a los inmigrantes ilegales. Desde la izquierda más radical hasta las derechas y centro-derechas diversos, todos han entonado un monocorde corífeo sobre la «deriva peligrosa» y la «ilegalidad» de la decisión. Ninguno ha mencionado la tremenda injusticia que convierte al fraudulento empadronamiento de personas que están aquí violando nuestras leyes, en un coladero por el cual gente que lleva aquí seis meses acaba gozando de los mismos derechos que españoles que llevan cuarenta años cotizando con su sudor y su esfuerzo, y gracias a los cuales nuestro país subsiste al tiempo que la mencionada casta parasitaria medra y vive en la opulencia que niega a los demás.

Me pregunto qué es lo que tiene la clase política que ofrecer a ese pueblo al que dice representar: muchos creemos que en realidad solo se representa a sí misma.

Y es que a un lado y a otro solo se ve desierto: si el PSOE es quizás el partido menos confiable y más deletéreo de toda Europa occidental, confiar la regeneración nacional a las fuerzas del liberalismo no puede considerarse más que un tipo de suicidio diferente. Confieso que no he sido capaz de resolver la disyuntiva de qué es preferible, del mismo modo que no sabría decir si prefiero morir de peste o de cólera.

El asunto me preocupa especialmente porque veo en todos aquellos a los que España les duele, una absurda deriva hacia un liberalismo acrítico. El caso es que, desde Adam Smith y su escuela, la concepción del hombre como animal económico es el signo distintivo común tanto del capitalismo burgués como del socialismo marxista. Unos y otros están de acuerdo en que la función clave de la sociedad es la economía y, mientras que los marxistas consideran preponderante el modo de producción, los liberales consideran que es el modo de consumo quien determina la estructura social. Así las cosas, no es de extrañar que para el liberal, la sociedad civil solo deba consentir en asignarse el bienestar material, algo que solo puede alcanzarse a través de la libertad económica.

El hombre, definido como agente económico, es capaz de aspirar al bienestar material obrando en favor de su mejor interés, naturalmente, también material. Este mejor interés material juega un papel análogo al del «interés de clase» dentro del marxismo, de modo que el sistema está organizado en torno a tres postulados básicos y relacionados entre sí: primero, que el hombre, «bueno» por naturaleza, es capaz de distinguir «racionalmente» siempre su mejor interés y, en segundo lugar, que el interés individual coincide con el interés general. Corolario de este segundo postulado es que lo colectivo deja de existir para pasar a equivaler a la suma de un montón de intereses individuales considerados, dogmáticamente, como no contradictorios. Por último, en tercer lugar, exige una cierta dosis de igualitarismo, dado que si los hombres no fueran todos iguales, no podrían obrar «racionalmente» en busca de su propio interés.

Estas ideas se hallan en el «núcleo duro» del liberalismo de toda época y constituyen el fundamento de las características del liberalismo resumidas por John Gray, que vimos en el artículo de la semana pasada. La aparición de esquemas de interpretación del mundo en torno al homo oeconomicus marxista o liberal es lo que hace aparecer en la historia la denominada «ciencia económica». Es decir, una esfera de conocimiento técnico, modificable según las circunstancias, naturalmente subordinada a esferas superiores como la antropología o la historia, pasa a ser una esfera autónoma que no depende más que de sus propias leyes. De ahí que los diarios liberales empleen a menudo un lenguaje casi religioso para hablar de fenómenos económicos que, según ellos, son casi como las leyes de la naturaleza: «su actuación ha sido castigada por el mercado», «el mercado lo ha querido así», «las leyes económicas son inexorables», etc. Este, y no otro, es el origen del economicismo pero hay más.

El liberalismo, en términos históricos, no es que reivindique la libertad de los individuos, sino que lo que realmente reivindica es la libertad de las nuevas fuerzas de poder que nacen frente al Estado y de quienes las manejan. De ahí que la crítica liberal al poder del Estado enmudece frente a las concentraciones de poder, a menudo mucho más poderosas, de las empresas transnacionales. El liberalismo ha constituido el armazón intelectual para justificar la emancipación de la función económica respecto de lo político. La estrategia seguida es criticar «al poder» personificado en exclusiva por el Estado –jamás por los mastodónticos trusts bancarios o las multinacionales- subrayando su «ineficacia» y los peligros de la «ausencia de límites del poder».

Además, el liberalismo aspira a vaciar al Estado de todo contenido político y relegar lo político a una esfera subordinada a los intereses económicos. La jerarquía natural queda así invertida, de manera que el Estado y su gobierno solo deben mantener la seguridad y la paz que garanticen la libertad de comercio. La función gubernamental bascula desde el Estado hacia los gurús de la economía, donde está la verdadera ley determinante de lo social, hasta que el Estado mismo se ve relegado a un mal necesario y llevadero, en trance de desaparecer, en la misma línea que la «sociedad sin clases» del marxismo.

Esta visión de las cosas, tan crítica en apariencia con las «desigualdades humanas», sustituye las desigualdades no económicas –consideradas despectivamente como «privilegios»- por otras económicas. El éxito económico es el éxito sin más y son las leyes de la economía quienes seleccionan a «los más capaces». La desigualdad económica, que en otro tiempo solo se justificaba por la desigualdad espiritual, pasa a ser la única válida y las aristocracias de todo tipo desaparecen mientras se implementa, con pretensiones de universalidad, la jungla económica en nombre de la «libertad» y la «igualdad». Los que fracasan en semejante entorno son solo adscribibles, como nuestra empresaria andaluza, al club de los «perezosos» o al de aquellos que no han sabido «adaptarse al mercado». En la selva económica desaparece cualquier signo de identidad colectiva no económica. Entre el «individuo» y la «humanidad» no existe más que el Estado, un mal relativamente tolerable, pero jamás el pueblo. Los pueblos, las culturas, las étnias, etc, pasan a ser sustituidos por meros agregados de ciudadanía en los que prima el interés individual. Los «derechos del hombre» se refieren exclusivamente al individuo aislado «libre e igual». Los pueblos se transforman en «la población» y los compatriotas son ahora «los ciudadanos» o «los habitantes». La «soberanía nacional» es ahora el agregado de los millones de voluntades manipulables de los «individuos» que delegan en un poder abstracto, el cual rinde cuentas como si fuera un consejo de administración de un banco.

De ahí la irresponsabilidad de la economía liberal con respecto a las herencias culturales: la venta a empresas transnacionales de las riquezas industriales o artísticas de la nación, la organización de las migraciones según las necesidades del mercado, la deslocalización económica de mano de obra o de recursos y tecnología, la cultura de masas como estrategia para homogeneizar los gustos de los consumidores y alcanzar así el desarme ideológico y la polución cultural de los mismos, todo ello no es sino el corolario lógico de los postulados del liberalismo. Por eso, arrimarse al árbol liberal para contrarrestar los envenenados frutos del marxismo reciclado –con el cual, y sin embargo, tanto comparte- constituye un crimen de lesa patria al que muchos no estamos dispuestos.


La estafa liberal: la otra cara de la moneda

febrero 4, 2010

Por Eduardo Arroyo.

Conocemos los peligros y los daños que perpetró el materialismo de raiz marxista. Pero frente a cierta Vulgata, el liberalismo también ha tenido su parte de culpa en el desastre.

La semana pasada vimos cómo Yuri Bezmenov advertía de algo que parece pasar a muchos desapercibido: el hecho de que vivimos en estado de guerra. Desde siempre, la guerra se ha hecho para subordinar los intereses del adversario a los propios y esto se lograba, no mediante la conquista de territorios, sino mediante la destrucción de la capacidad de resistencia del adversario. Hoy, por consiguiente, uno no debe más que valorar qué es lo que se ataca para saber qué es lo que se persigue. De ahí aparece bastante claro que nuestra mismísima supervivencia como civilización está en juego, precisamente por resultar atacados todos los puntos neurálgicos sin los que ninguna comunidad puede vivir y perpetuarse.

Nuestra supervivencia se ve hoy atacada en el ámbito espiritual –negando cualquier trascendencia en la propia concepción antropológica del hombre-, en el ámbito social –relegando el todo comunitario a un mero agregado de intereses contrapuestos en permanente búsqueda del consenso-, en el ámbito demográfico –implementando políticas que conducen a la extinción física de los pueblos-, en el ámbito económico –sometiendo las necesidades básicas humanas a los imperativos del mercado- o en el ámbito del medio ambiental –considerando la naturaleza como un conjunto de «recursos naturales» imprescindibles para alcanzar un «crecimiento económico» cada vez mayor.

No cabe duda de que el marxismo ha jugado un papel de enorme importancia en todas estas cuestiones instilando un materialismo que ha incidido en lo espiritual –por su carácter rabiosamente anti-religioso-, en lo social –desvertebrando al todo comunitario gracias a artefactos como la «lucha de clases»-, en lo económico –convirtiendo al hombre en un Homo economicus- o en lo ecológico –instaurando una concepción materialista y burguesa que aspira al dominio de la naturaleza mediante la técnica en pro de un «bienestar» así mismo también material.

Pero aunque el carácter nihilista del marxismo y sus variantes no pasa desapercibido a todos los espíritus medianamente críticos, desgraciadamente la reacción frente a este virus deletéreo se ha planteado desde los postulados del liberalismo. Este posee, sin embargo, notables concomitancias con el marxismo, de manera que acaba generando efectos muy parecidos y favoreciendo las mismas tendencias destructoras que acabamos de apuntar.

Excede de los límites de un artículo como éste señalar en profundidad cuales son las características del liberalismo de todo tiempo y lugar. Sin embargo, ha sido quizás John Gray quien ha indicado cuatro características básicas que subyacen a todos los liberalismos surgidos desde la Ilustración escocesa. Para Gray (Liberalismo. Alianza Editorial, 1994) «existe una concepción definida del hombre y la sociedad, moderna en su carácter, que es común a todas las variantes de la tradición liberal. ¿Cuáles son los elementos de esta concepción? Es individualista en cuanto que afirma la primacía moral de la persona frente a las exigencias de cualquier colectividad social; es igualitaria porque confiere a todos los hombres el mismo estatus moral y niega la aplicabilidad, dentro de un orden político o legal, de diferencias en el valor moral entre los seres humanos; es universalista, ya que afirma la unidad moral de la especia humana y concede una importancia secundaria a las asociaciones históricas específicas y a las formas culturales; y es meliorista, por su creencia en la corregibilidad y las posibilidades de mejoramiento de cualquier institución social y acuerdo político. Es esta concepción del hombre y la sociedad la que da al liberalismo una identidad definida que trasciende su vasta variedad interna y complejidad».

Indudablemente, estas cuatro características pueden ser discutibles en cuanto a su aplicación y sus consecuencias históricas pero en general sí puede decirse que el individualismo ha servido para colocar en el banquillo de los acusados a cualquier concepción comunitaria, imprescindible para el ser humano desde que el mundo da vueltas. A su vez, el igualitarismo ha sido empleado de una forma elástica y en conjunción con el individualismo, a fin de sustituir las comunidades históricas por un agregado de individuos «libres e iguales», algo que, en definitiva, ha conducido a un sistema de egoísmos contrapuestos que no rinde lealtad a ninguna instancia salvo a ellos mismos. Además, el universalismo ha sido empleado como caballo de batalla para imponer un único proyecto social en todo lugar y momento, mientras que el meliorismo ha impulsado una especie de utopía liberal según la cual el fracaso de las doctrinas liberales sobre el terreno no se deben a lo incorrecto de los planteamientos sino a la poca persistencia y a la escasez de los mismos.

Nosotros añadiríamos que bajo estos cuatro pilares de la ideología liberal subyace una antropología que posee notables concomitancias con el marxismo: es decir, mientras que el marxismo concibe al hombre como productor el liberalismo hace lo propio y concibe al hombre como consumidor. Alguien podría decir que el liberalismo no tiene por qué incurrir en una antropología materialista pero el hecho es que el individualismo liberal difícilmente puede asumir la sumisión del individuo a algo que trasciende y ordena su misma esfera de intereses. Aquél que considera a la historia como el lugar donde se desenvuelve la acción de Dios en el mundo y para el que todo cuanto existe tiene un significado moral en tanto que parte de la Creación, es difícil que conviva con un sistema que promueve un espacio de «derechos» –por cierto, abstractos y a menudo arbitrarios- intocable. Necesariamente, el hombre liberal ha de sentirse más cómodo en un mundo donde ninguna moral heterónoma le dice lo que tiene que hacer, invadiendo de este modo su esfera de derechos, tan válida como la de cualquier otro e independiente del estatus moral de su poseedor. Así las cosas es lógico que el hombre liberal sea básicamente un ser que consume.

Además, negando cualquier instancia superior en aras de pretendidos derechos, necesariamente las mejoras –de ahí el carácter material de su meliorismo- han de provenir de quién las suministra en forma de bienes tangibles. Históricamente, fue el Estado quién primero se constituyó en celoso guardián de los derechos individuales para, más tarde, dejar paso al mercado como garante de los mismos. En la teoría liberal es en el mercado donde mejor se conjuga la defensa de la libertad individual con el perfeccionamiento progresivo de la producción de recursos destinados al consumo.

Pero el talón de Aquiles liberal radica en no ver que es precisamente la falta de restricciones -por ejemplo, en el mercado- lo que acaba vulnerando los derechos de aquellos que, en calidad de «individuos libres e iguales» aspiran así mismo al «bienestar» de la utopía liberal. Así las cosas, cuando gracias al libre mercado miles de trabajadores pierden su puesto de trabajo, sus derechos resultan inmediatamente conculcados hasta el punto de que se les relega a una condición de semiesclavitud, gracias a la cual deben venderse de nuevo a la baja en el mercado de trabajo. La paradoja resulta del hecho de que, cuanta más libertad –en este caso económica- hay para unos, aumenta proporcionalmente la dependencia y la sujeción de otros con, teóricamente, los mismos derechos. Situaciones análogas están en el origen del problema de la droga o de la creciente promiscuidad sexual, donde la libertad sin restricciones ha causado problemas nuevos a infinidad de personas. El resultado es que en nombre del liberalismo pueden resultar conculcados los cuatro pilares básicos expuestos por Gray.

En este contexto, por ejemplo, resulta cuando menos ridícula la «estado-fobia» liberal que deplora la más ligera regulación del mercado al tiempo que extrae cualquier recurso de poder del Estado para dejarlo en manos de un conglomerado de empresas transnacionales cuyo poder aumenta día a día, por encima incluso del del propio Estado-nación. Naturalmente, este nuevo Estado fuera del Estado carece de cualquier compromiso con los seres humanos, sus patrias, pueblos o peculiaridades históricas y tiene, sin embargo, un compromiso absoluto con su propio lucro y beneficio. Por eso, a estas alturas de la historia, resulta absolutamente necio pretender que la mayor eficiencia del mercado no tiene consecuencias -y a veces letales- para la mayoría de las personas.

Por todo esto, resulta así mismo ridículo el compromiso de ciertos sectores de la Iglesia católica con publicistas, pensadores y escritores cuyo liberalismo raya en lo fanático o simplemente con personas que alardean de «liberales» sin pararse a pensar en las contradicciones en que se incurre al delegar el meollo del poder en un antropocentrismo patológico. Las tesis liberales son ahora la punta de lanza del ataque del capital global sobre los pueblos y sobre todo aquello que nos viene dado en herencia. Su paulatina imposición de una esclavitud subrepticia se hace al amparo de la coartada de que no existe otra conntestación posible al marxismo y sus derivados, toda vez de incurrir en algún tipo de «dictadura». Esto -la pretendida exclusividad liberal en la respuesta al marxismo- es, naturalmente, falso de cabo a rabo y merece la pena ser tratado en otro artículo.

El caso es que cultura, historia, religión e idiosincrasia deben ser destruidos en aras de ese universalismo liberal que aspira a ser solución única e incontestada a los problemas de todos los hombres de cualquier lugar y condición. Y es que lejos de lo que piensan algunos, el ataque contra nuestra civilización occidental no proviene, como decía Bezmenov, de institución alguna, del tipo del KGB, sino que ahora es el propio sistema global el que se encuentra en guerra con todos los pueblos del mundo.


El espinoso asunto del aborto y el silencio cómplice de los partidos

marzo 15, 2009

Por Eduardo Arroyo

En marzo de 1970, el presidente Richard Nixon firmó una ley estableciendo la «Commission on Population Growth and the American Future», más conocida como la «Comisión Rockefeller», por estar presidida por John D. Rockefeller III. Esta comisión presentó un informe un par de años después que se conocería como «Rockefeller Commission Report on U. S. Population». Las directrices ahí establecidas serían una especie de ley no escrita para la totalidad del planeta, especialmente para el mundo occidental. En la segunda parte del texto, en el epígrafe del aborto, se decía que «con la advertencia de que el aborto no puede considerarse el principal método de control de la fertilidad, la Comisión recomienda que el presente estatus jurídico de restricción del aborto sea liberalizado de acuerdo a las directrices del estatuto de Nueva York, de modo que el aborto sea realizado a petición, por médicos cualificados y bajo condiciones de seguridad sanitaria. Para llevar a cabo esta política, la comisión recomienda que los gobiernos locales, federales y estatales dispongan de fondos para la prestación del aborto en estados donde se haya liberalizado y que el aborto sea incluido específicamente entre los beneficios de los seguros médicos tanto públicos como privados». Tras este informe la política norteamericana en torno al aborto giró ciento ochenta grados y la sociedad de aquél país, a través de medios de comunicación y de los políticos que actuaban de portavoces, comenzó a considerar el aborto, no como una práctica médica censurable, sobre la que en el mejor de los casos cabía la reserva ética, sino como un «derecho». Tácitamente, el debate planteado se fue poco a poco situando, como en los países europeos, en dos planos claramente diferenciados: uno hacía del aborto una cuestión ética a discutir desde posiciones filosóficas por los profesionales sanitarios. Otro, en cambio, obviaba este debate para plantearlo desde el punto de vista de los «derechos». Así, el aborto no liberalizado era un «derecho» que se estaba denegando a las mujeres, secularmente oprimidas por «el patriarcado». Como consecuencia, dentro del ámbito de la lucha política se ha silenciado casi por sistema la posición anti-abortista centrada en la cuestión de dónde está la vida humana, de modo que los sectores «progresistas» hacen aparecer a los «conservadores» antiabortistas como enemigos de «los derechos de las mujeres». En la época de la libertad como propaganda, hay solo una delgada línea entre el que niega derechos y el estereotipo del dictador, opresor, «fascista», etc. El entorno ideológico creado por la propaganda «progresista», que cuelga etiquetas de «buenos» y «malos» según conveniencia, hace el resto. Pese a que las cosas han salido bastante redondas para los defensores del aborto –por ejemplo, las cifras del Ministerio de Sanidad revelan el aumento meteórico de los mismos desde la aprobación de la ley en nuestro país- salta a la vista la estrategia de debate puramente ideológica, oportunista e interesada, conducida por los defensores del aborto. Sería necio negar que cuando no se ha mantenido el debate sobre el papel central de a vida humana y cuando ni siquiera se ha resuelto esta cuestión, no puede pasarse racionalmente al nivel de los «derechos». Hay algo oscuro en todo este asunto que queda incluso más allá de la perversión del asesinato impune de inocentes. Y es que no puede deslindarse el problema del aborto en sí de la incidencia social de este fenómeno, de su incidencia en la demografía de la comunidad. Así, en los países occidentales el aborto, caso extremo de las políticas antinatalistas propias del patológico individualismo liberal, tiene el efecto de limitar primero y disminuir después la tasa de renovación generacional de la población. Una sociedad que no se renueva ni crece sencillamente no es viable ni desde el punto de vista económico ni desde el punto de vista histórico. Esto, obviamente, no implica una consideración puramente economicista del fenómeno del aborto y tampoco implica soslayar la gravísima cuestión moral. Simplemente se pretende apuntar que el aborto es un tema de enorme calado y no exclusivamente una cuestión de ética individual. La consecuencia primera es que para mantener las «prestaciones sociales» los políticos se ven abocados a renovar a los no-nacidos con inmigrantes que, claro está, por su condición consustancial de precarios carecen de los esos mismos «derechos» que se reivindican. La situación así generada se normaliza y ya no vuelve atrás. La reclamación de esos derechos por parte de sindicatos y partidos de izquierda –totalmente domesticados y al servicio del poder- no puede evitar la precarización progresiva de los trabajadores asociada a una demografía que implosiona cada vez más. De este escenario deben deducirse dos conclusiones. Primero, que la discusión en torno al aborto está claramente sesgada en un sentido interesado, e interesado al más alto nivel. Segundo, que el bando «progresista» está llevando a cabo una política en torno al aborto en evidente consonancia con los intereses del capital global; una línea que, dicho sea de paso, es la misma que recriminan a los partidos supuestamente conservadores. En este sentido, es preciso subrayar que puede hablarse de políticos concretos comprometidos con las tesis anti-abortistas pero partidos políticos, lo que se dice «partidos políticos», no hay ninguno. Por último, cabe añadir, a modo de corolario, que la comisión de «expertos» recientemente designada por un personaje como la ministra Aído, símbolo claro de la degradación de la clase política española, no es sino una parodia de lo que debería ser un debate realmente serio y evidencia el grado de decadencia intelectual del entorno académico. Así, la lucha contra el aborto es una lucha en contra de la visión economicista de la vida humana que reina sin discusión a un lado y otro del espectro político; se trata de una lucha por la visión del mundo. Por todo ello, si algún «apestado» de los tiempos que corren –de esos que el entorno «progresista» estigmatiza con la cantinela ridícula de la «extrema derecha» y que erizan el vello de nuestros hipócritas neo-censores- adujera argumentos como los que aquí presentamos, es posible que los medios pudieran relegarle una vez más al ostracismo radical, tal y como suele ocurrir. Pero solo eso salvaría a un puñado de ignorantes al servicio del poder de atacar argumentos que ponen a cada uno en su sitio. Muchos creemos que, como ha dicho hace poco Pedrojota Ramírez, «al final la racionalidad siempre se abre camino».


«Diversidad»: cómo nos venden la moto más cutre de todo el desguace

marzo 5, 2009

Por Eduardo Arroyo

Uno de los conceptos más defendidos hoy por la ideología dominante es el de «diversidad». Sin apuntar una sola prueba, muchos suponen que «la diversidad nos enriquece». Incluso algunos llegan a felicitarse de que nuestros países sean cada vez más «diversos». A menudo se cita el ejemplo de los Estados Unidos, donde parece no importar el origen de los ciudadanos de aquél país. De aquí se sigue que, como los Estados Unidos es el modelo en el que se mira el mundo occidental en general, la prosperidad económica y la «diversidad» son compatibles. Luego se va más allá y se añade que la prosperidad es consecuencia de la «diversidad». Pero ¿qué razones hay para entronizar este nuevo mito? En nuestra opinión se trata más bien de una imposición ideológica interesada, antes que de una conclusión deducida a partir de datos históricos. Desde los orígenes, y siguiendo con el ejemplo de Norteamérica, el eslogan e pluribus unum –de muchos, uno- hacía recaer la fuerza en la unidad, no en la diversidad. Patrick Henry, prócer de la Revolución Americana y célebre por su discurso Give me liberty or give me death (Dadme la libertad o dadme la muerte), afirmaba en aquellos turbulentos días: «La distinción entre los naturales de Virginia, Pensilvania, Nueva York o Nueva Inglaterra ha dejado de existir. No soy un virginiano sino un americano». Esta afirmación, tan simple, implica que para los fundadores de aquél país la identidad nacional debía comprender las identidades locales para que la nación fuera viable. Advertencias como esta evidenciaban ya que los Estados Unidos eran y son un mal ejemplo para cantar las alabanzas de la «diversidad». En 1789, los Estados Unidos eran en un 99% protestantes y siguieron siéndolo hasta 1845, en que llegaron los irlandeses. Durante la ola migratoria de 1890-1920, los inmigrantes eran en un 90% europeos y el resultado fue una sociedad que era asimismo europea en más de un 90%. Está nación ha desaparecido ya porque la pasada semana supimos que 10,3 millones de inmigrantes –casi todos del tercer mundo- han entrado en los Estados Unidos en los últimos siete años, más de la mitad de manera ilegal. El resultado es que las minorías han pasado a ser un tercio de la población del país cuando a principios del siglo XX eran un décimo. La pregunta es: ¿Son ahora más fuertes los Estados Unidos por ser más «diversos»? Cuando las minorías superen en porcentaje a la población angloamericana de origen protestante que construyó los Estados Unidos, la fuerza de este país no será sin duda el idioma, porque se hablarán otros tantos aparte del inglés y cada uno reclamará su derecho a la oficialidad. Tampoco lo será la religión, porque habrá musulmanes y cristianos no europeos, con las enormes diferencias de culto respecto de sus correligionarios europeos. Incluso dentro de los mismos cristianos, la «diversidad enriquecedora» ha conducido a notables diferencias de criterio en temas como el aborto, las uniones homosexuales, el suicidio asistido, la investigación con células madre, etc. Por supuesto, como sucede en otros países occidentales, los Estados Unidos son un país en guerra con su propia historia, en el que se cuestiona casi a diario los fundamentos nacionales, la historia del país y los héroes que la hicieron posible. Esta progresiva disgregación de criterios y opiniones hace que la unidad nacional deje de ser viable. Pero por supuesto, no son el único caso: en la antigua Unión Soviética y en el bloque del Este, la diversidad real –ninguneada por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial- se cobró su venganza de manera cruenta y hoy son 22 naciones diferentes. La diversidad lingüística amenaza con destruir Bélgica y en Asia ha fragmentado Pakistán y Bangla Desh respecto de la India lo mismo que ahora amenaza con hacer trizas Irak. Además, ¿es Alemania más fuerte por albergar en su seno a siete millones de turcos inasimilables? ¿Está más unida Francia por tener ocho millones de musulmanes que ni la sienten ni se ven reflejados en una historia que no es la suya? En suma, ¿podemos decir ahora que la «diversidad enriquece»? Examínese la historia de la postdescolonización, hágase balance global de todos los casos analizados y se comprobará que la «diversidad», lejos de ser enriquecedora, es casi siempre un instrumento terrorífico de genocidio cultural y étnico, como lo fue para los indios de Norteamérica la llegada de la diversa emigración angloholandesa. Toda nación, para subsistir, necesita homogeneidad de creencias y de orígenes, pero el caso es que, en nombre de la «diversidad», estamos asistiendo a la deconstrucción de Occidente sobre la base de la imposición de un mito ideológico. ¿Qué intereses oscuros hay en ello?


¿Es Rosa Díez la alternativa al PP o hay otra derecha posible?

enero 29, 2009

Por Oscar Rivas en Minuto Digital.

Definitivamente es el nuestro un país paradójico. Resulta que el tradicional votante del PP está rebotado. Cierto es que no es la primera vez. Que ya antes se habían vivido situaciones tensas entre la derecha social y su referente político; momentos en los que aquella se sintió tan distanciada del PP que se vio tentada por la abstención. Pero nunca llegó la sangre al río. Esta vez, sin embargo, parece que la cosa va en serio; que una parte de la derecha social votará, pero no al PP. Lo hará- y he aquí la paradoja- por Rosa Díez. Indudablemente, al votante de derechas le sobran los motivos para no respaldar electoralmente al PP. Primeramente, porque el PP no es un partido de derechas. Ni lo es ni pretende serlo. No ya porque su cúpula dirigente repudie la etiqueta con la misma frecuencia y orgullo con los que proclama su centrismo. Sino porque sus convicciones -si es que las tienen- distan años luz de aquellos principios que sustancian el pensamiento conservador. La verdadera derecha, por ejemplo, es firme defensora del derecho a la vida. Así, nunca podría respaldar con su voto -como hicieron recientemente algunos eurodiputados del PP- el aborto y la eutanasia. La unidad de España es otra cuestión irrenunciable para cualquier derecha que se precie. Pero ¿qué opina el PP a este respecto? Depende de dónde y de cuándo. Denuesta la perfidia del nacionalismo excluyente que desgarra la nación, pero cuando se acercan las elecciones deja caer la posibilidad de pactos con sus versiones más extremistas ¿No fue Esperanza Aguirre quien abriera las puertas a un posible pacto con el BNG? Si hablamos de libertad de educación, tampoco sabemos a que atenernos: hay comunidades gobernadas por el PP donde la asignatura de Educación a la ciudadanía se hace exigible, y otras en las que, por el contrario, se promueve la objeción de conciencia. En materia lingüística, la cosa no es menos preocupante. En Cataluña y Galicia, a fin de ganar votos -que, por cierto, nunca gana- el PP ha terminado por consentir, e incluso respaldar, el gravísimo proceso de aniquilación al que es sometido el castellano; un atentado contra las libertades individuales más básicas, pero también contra la propia identidad de la nación española. Y ya que hablamos de identidad ¿qué decir de la pasividad con la que el PP asume el destrozo social ocasionado por la política inmigratoria más extremista de Europa? Sus perniciosas consecuencias ya se hacen visibles, pese a lo cual, desde las filas del PP no falta quien, rebasando las posiciones de la izquierda, propugna el derecho a voto del inmigrante. Y así podríamos continuar hasta la extenuación. La realidad es que el PP ha abandonado el discurso propio de una formación conservadora para entregarse con todo su equipaje a las ideas de la izquierda. Hasta ahora le había salido gratis. Acostumbrada a contar con la inquebrantable lealtad de una derecha social a la que no ha dejado de despreciar, el PP creyó ver en su voto un cheque en blanco; al punto de servirse de él para conculcar los valores que aquella representaba. Durante años esta actitud abusiva no encontró respuesta. Hasta hoy. Si tuviéramos que acogernos a un símil, se diría que la relación entre la derecha social y el PP se asemeja a la de aquellas parejas asimétricas en las que un cónyuge se entrega al otro sin obtener de éste otra respuesta que su desprecio. Transcurre el tiempo y el desprecio desemboca en los malos tratos, hasta culminar en el adulterio. El cónyuge enamorado aguanta resignado lo que lo que le permite su amor, hasta que un buen día una gota rebosa el vaso y termina por divorciarse. Algo parecido le ha sucedido a la derecha social con el PP. Hastiada del comportamiento adúltero del PP, la derecha social ha decidido poner punto y final a su relación.. Es una decisión comprensible. Cierto que debiera haberla tomado antes, cuando el adulterio y los malos tratos se hicieron insostenibles. Pero nunca es tarde si la dicha es buena. Lo que ocurre es que ha vuelto a equivocarse de pareja. Rosa Díez debe ser la natural y deseable alternativa para una izquierda que, ha tiempo perdió su vocación nacional pero ¿cómo podría erigirse en una alternativa para la derecha? Que ésta pueda siquiera pretenderlo equivaldría a suscribir su propio epitafio. Nadie puede negar que a la exdirigente del PSOE le sobra el coraje político que le falta al PP, pero no por ello deja de ser una política de izquierdas que, como tal, promueve propuestas y convicciones de izquierda. Defiende la unidad de España, cierto, pero también el aborto, la eutanasia, la inmersión lingüística, la educación para la ciudadanía y, en general, todas aquellos postulados que tradicionalmente fueron propios de la izquierda. Es natural que la derecha social se muestre desorientada. Tras muchos años de amor no correspondido, en los que el PP fue su único referente, llevada por su despecho cree haber encontrado en Rosa Díez el amor verdadero. Se equivoca. Quizá pueda servirle como improvisado pañuelo de lágrimas. Pero cuando se detenga a reflexionar se dará cuenta de que su relación con UPyD nunca pasará de ser un rollito de fin de semana, del cual solo se beneficia la izquierda. La derecha social debe dejar de engañarse. Debe tomar conciencia de que si anhela un proyecto de largo alcance este solo puede encontrarlo a través de una opción de largo alcance. Una opción que corresponda a su voto con la defensa integral de sus convicciones conservadoras, y lo haga sin complejos ni matices. Si el PP no da respuesta a sus preguntas, tiene sentido que busque nuevo horizontes para encontrarlas. Pero, no las hallará en la izquierda. España es uno de los pocos países europeos en los que la derecha conservadora no se halla representada. Quizá sea el momento de acabar con esta excepción. Basta con tener coraje y virar el timón a la derecha. Más allá del PP.


Alejo Vidal-Quadras mentiroso demagogo.

enero 24, 2009

Alejo Vidal-Quadras mentiroso demagogo. Tras votar a favor del aborto en toda Europa nos viene con cuentos sobre la regeneración moral…  Hipocresía del nuevo PP de cara  a las elecciones europeas. Trascribo este artículo sacado de MD.

Alejo Vidal-Quadras no necesita abuela. En un artículo publicado ayer en La Razón se postula a sí mismo como sucesor de Rajoy al proclarmar que España necesita un “Alejandro” que traiga la regeneración ética. O sea él.

El artículo de marras se titula “El nudo gordiano” y fue publicado ayer en la “Tribuna” de La Razón. La frase textual, que el propio periódico resalta como un resumen, es la siguiente: “Necesitamos, sin demora, el Alejandro que corte el nudo gordiano de conformismo, relativismo, electoralismo, anomia e indolencia que nos atenaza y se lance al ruedo de la regeneración ética y de la dinamización económica de una nación desorientada y dividida”. Como se puede apreciar, el tono es el de un manifiesto y el mensaje  de una demagogia apocalíptica que mezcla lo espiritual con lo material, la moral con la economía y el famoso “Españoles, la patria está en peligro” del alcalde de Móstoles con la autoproclamación mesiánica. El hecho de que ese mesías sea un “Alejandro” (nombre de origen griego que no es más que una variente de Aleix y de Alejo o viceversa)  sólo puede interpretarse como una “cuña subliminal” absolutamente intencionada para darse autobombo o como un  “lapsus” producido por una indisimulada ambición de poder.

Pero no se detienen ahí las sorpresas que ayer nos tenía reservadas ese diario madrileño y este “regenerador nato” y “singular” que es Aleix Vidal-Quadras. Si en la página 34 aparecía  semejante  pieza magistral de “humildad personal” y “clarividencia política”, en la página 3 vuelve a ser Aleix Vidal-Quadras protagonista de la actualidad al contarse entre los once eurodiputados del Partido Popular que han votado la pasada semana una resolución del Parlamento Europeo a favor de considerar “derechos fundamentales” el aborto, la eutanasia,  el matrimonio homosexual y el consumo de drogas. La cercanía  de ambas noticias hace suponer que la “regeneración ética” que postula con verbo ciceroniano el “aléxico” europarlamentario  (“alexia” significa ceguera verbal) pasa por la defensa y protección de todo esos “derechos” votados tanto por él como por aquel deslumbrante fichaje del propio Aznar que fue la ex ministra de Cultura Pilar del Castillo.

La conclusión que sacamos después de dar habida cuenta de estas dos coherentes noticias de nuestro prohombre es que el Alejandro que puede salvar a España de caer en el abismo quizá sea Alejandro Sanz o Alejandro Agag, pero no Alejandro Vidal-Quadras ni Alejo Vidal-Quadras ni Aleix Vidal-Quadras, como al parecer gusta él en desdoblarse y no sólo ortográfica sino también éticamente.


El PP, por el aborto en toda Europa.

enero 21, 2009

Según informan Fórum Libertas y el blog de Carlos Martínez-Cava, los eurodiputados españoles del Partido Popular han votado mayoritariamente una resolución de la cámara de Estrasburgo por la que se pide que el aborto sea considerado un derecho fundamental en la Unión.

La resolución también se refiere al reconocimiento de los llamados “matrimonios” homosexuales y que se dé mayor facilidad en la despenalización de las drogas estupefacientes.

Salvo un honroso “no”, de diputados como Jaime Mayor Oreja, Carlos Iturgáiz Angulo, o Luis Herrero Tejedor, además de otros cuatro, hubo once eurodiputados que apoyaron el aborto, como Alejo Vidal Quadras (uno de los vicepresidentes del Parlamento), Méndez de Vigo o Carmen Fraga (hija del ex presidente Fraga Iribarne).


La falsa evidencia de un PP católico

enero 13, 2009

Por Grupo Eugenio Merino

¿Cómo es posible que algunos dirigentes del PP estuvieran situados en la zona reservada a los curas y a los diversos ministerios litúrgicos en la misa de Colón del pasado día 28? ¿Cómo es posible que la denominación de Mayor Oreja como candidato del PP a las europeas sea noticia en las páginas de religión? ¿En qué piensan los periodistas católicos cuando piden el voto al PP, aún reconociendo que es un partido abortista? El grupo Eugenio Merino contesta a estas y otras preguntas: siguen a Maquiavelo y no el testimonio de Santo Tomás Moro.

Decía Rovirosa que la mentalidad de una persona se sostiene en las evidencias que configuran su conciencia; se trata de certezas adquiridas y no necesariamente verificadas racionalmente, sino que forman parte del patrimonio interior adquirido desde niño en el seno de una familia o de un grupo determinado.

A algunas de estas evidencias los antropólogos las llaman “dictados tópicos” en cuanto que dictan unas normas sobre cómo son los habitantes de un determinado lugar; ya se sabe, que si los catalanes y milaneses son laboriosos y los andaluces y napolitanos vagos; o si las mujeres son cotillas y los hombres fuertes y valientes. Otras son más modernas y tienen que ver con la pertenencia a un equipo de fútbol o con vestir determinadas modas o marcas, que llegan a clasificar a los jóvenes en tribus. Hasta hay algunas de ellas que tienen que ver con la comprensión política desde la pertenencia a una nación a la afiliación espontánea a un determinado partido; hay quien es muy español o muy catalán, o se define como de derechas o de izquierdas “de toda la vida”, sin que en realidad sepa definir muy bien por qué, pero lo defenderá visceralmente.

Todas estas evidencias interiores tienen una poderosa influencia en cómo se relacionan las personas con su entorno, en sus decisiones morales y en el trato de unos grupos con otros. Pensemos, por ejemplo, lo distinto que es plantearse la paternidad cuando era evidente aquello de “hijo sólo hijo bobo” o cuando a la que tiene tres hijos todos le llaman “coneja” en su oficina o en el ascensor de su casa. Pensemos las consecuencias de que durante décadas la sociedad vasca haya dicho “algo habrá hecho” cuando ETA mataba, y las víctimas tuvieran un entierro vergonzoso y sin autoridades a las 8,00 de la mañana antes de trasladar el féretro a un pueblo de Extremadura. Estas evidencias acaban siendo una falsa conciencia de lo que está bien y lo que está mal, previa a toda convicción moral e impuesta por la vía de los hechos a la decisión personal.

Pero qué ocurre cuando estas evidencias no son sólo pensamiento de un colectivo sino que hay quien las convierte en pensamiento institucional. ¿Qué ocurre cuando las regiones privilegiadas por el Franquismo creen evidente que fueron sus víctimas y negocian cobrándose siempre “deudas históricas” interminables? ¿Qué ocurre cuando los que pertenecen a partidos que mataron en la Guerra Civil se creen que sólo hubo barbaridades imputables al otro bando? ¿Qué ocurre cuando alguien se cree que defiende “las libertades” restringiendo la libertad religiosa de los padres, con la convicción de que está librando a la sociedad de opresiones ancestrales? Estas evidencias aplicadas a la ley se convierten en otras tantas injusticias que niegan, nada menos, que los principios que dicen defender.

Algo parecido ocurre con los medios confesionales católicos en España. Parece que ni la nefasta experiencia del pasado, ni la afirmación del Concilio de que la Iglesia no está ligada a ninguna ideología o partido, los libra de la evidencia de que la Iglesia y la derecha son lo mismo. Basta ver las informaciones sobre el encuentro de familia en Colón el pasado diciembre: fotos de políticos del PP en primera línea. Políticos que aunque estos medios dicen que fueron de “incógnito” se ve por la foto que alguien de la organización los colocó en la zona reservada al presbiterio y la prensa; lo que muestra que en el obispado de Madrid hay alguien que los considera representantes eclesiales como lo son los sacerdotes o ministros de la comunión que ocupaban ese lugar, ¿o lo que querían era tenerlos a tiro de los objetivos de la prensa? Una comprensión de las cosas que se hace evidente cuando en los días siguientes la nominación de uno de ellos como cabeza de lista a las Europeas por el PP pasa a ser noticia eclesial en los boletines que emite ese obispado y en las páginas de religión de la COPE.

La perversión del tema se las trae, ya que no es un despiste. Otra de las periodistas católicas más puntera lo hacía patente en el Congreso de la Familia organizado este curso por la Diócesis de Alcalá. Cristina López Schlichting lo dijo explícitamente: el primer objetivo es no dividir al PP para poder desbancar a Zapatero y para ello es preciso dejar de lado las cuestiones morales. Una afirmación que la misma periodista reconoció que es inmoral, pues reconocío que el PP esta de acuerdo con la Moral en menos de un 30%, pero que aún así es más importante mantenerlo unido que plantearse la erradicación del aborto o cuestionar a la administración del PP en el ayuntamiento y la comunidad de Madrid por dispensar la píldora del día después a menores sin ni siquiera saberlo sus padres. Es decir, su propuesta es alcanzar el poder y no perder las cotas de influencia que le queden a la democraciacristiana dentro del PP, y esto le parece más importante que la vida de millones de inocentes o la educación moral de nuestros jóvenes.

En teoría política esta inmoralidad sin disimulo tiene un nombre: Maquiavelismo, en recuerdo de Maquiavelo que proponía aquello de que “el fin justifica los medios”. De modo que, como para él lograr el poder y mantenerlo son el principal fin de la política, todo vale para conseguirlo. Este parece ser el argumento de quienes ignoran la moral cuando miran al PP y se rasgas las vestiduras –gesto muy farisaico por cierto- cuando las mismas propuestas vienen de parlamentarios o gobiernos autonómicos de lo que ellos llaman la izquierda.

Frente a ellos Juan Pablo II puso como patrono de los gobernantes y políticos a Santo Tomás Moro, tan culto, moderno y humanistademostró su humanismo y modernidad poniendo el primado de la conciencia que sirve al bien y la verdad por encima de su propia conveniencia, no sólo de su conveniencia política para mantener el puesto como Canciller, sino de su misma conveniencia personal y familiar, jugándose la vida hasta el martirio por no ceder a las inmoralidades contra el verdadero sentido de la familia que le obligaba a acatar su rey. No solo perdió el puesto, sino que dio su vida en el martirio; y por ello es patrón de los legisladores y políticos que en el siglo XXI van a ser perseguidos si defienden la Cultura de la Vida frente a la Cultura de la Muerte. como Maquiavelo, pero no por ello tan pragmático e inmoral como él. Al contrario Santo Tomás Moro

Y ahí esta el meollo de la cuestión. Juan Pablo II sitúa el pragmatismo y el utilitarismo como parte de esa estructura de pecado que es la Cultura de Muerte; y pragmático es lo que propone ser Maquiavelo, o Dña. Cristina que nos pide votar a un partido que ella misma considera contrario en más de un 70% a la moral Cristiana. ¿Y, por qué a ese y no a otro? Puestos a votar  conscientemente por la inmoralidad se podría votar a cualquier otro. ¿O es que quieren llevar a la Iglesia española a repetir la penosa identificación con la derecha, que según el obispo Moro Briz fue la causa de su enfrentamiento con los pobres en la primera mitad del silo XX?

Parece que para ellos Iglesia y derecha han de ser lo mismo. Y atrapados en esta falsa evidencia se niega el discernimiento evangélico que nos pide la Doctrina Social de la Iglesia. En este discernimiento los principios del Mandamiento Nuevo, de la Justicia del Reino y de la solidaridad del Cuerpo Místico siempre se anteponen a cualquier conveniencia y al peso de nuestra vieja mentalidad. Mentalidad que el Reino exige que sea convertida y que Juan Pablo II dice que debe cambiar para salir de la tiranía en nuestras conciencias de las evidencias de una Cultura de Muerte.

Se trata de poner en práctica lo que el Vaticano ha anunciado que hará con las leyes italianas: no se admiten de entrada sin haber pasado por un juicio moral cristiano. Una buena aplicación de lo que la enseñanza de la Iglesia nos pide para ser testigos de la novedad de vida del Evangelio. No atarnos a ideologías, a pre-comprensiones, a evidencias ancestrales ni a tópicos irreflexivos, que son un escándalo que impide a la Iglesia dar testimonio de la novedad del Evangelio y ser en verdad defensora de los pobres y débiles a los que las evidencias de esta sociedad pragmática y capitalista condena a muerte.

Vayamos por el camino de Santo Tomás Moro, que las senda de Maquiavelo ya sabemos que consecuencias tiene: 100.000 personas muriendo de hambre cada día, otras más de 100.000 abortadas solo en España cada año, y el paro que va a alcanzar los cuatro millones; una Europa que se blinda contra los pobres y hace directivas en que a los emigrantes se los retiene más tiempo que a los terroristas. A la hora de votar pensemos en ellos, que son Cristo delante de nosotros, y no en afiliaciones políticas que –como decía Pablo VI hablando del pluralismo político entre los católicos- no son sino la muestra de que estamos vendidos a unos u otros intereses, no por inconfesables menos evidentes por sus perversas consecuencias.


Nacionalidad sólo para descendientes de exiliados republicanos.

enero 12, 2009

Por Juan Pablo Vitali
Nacionalidad para descendientes de brigadistas, valoración de símbolos, exhumaciones, indemnizaciones a las víctimas de la dictadura, etc.  A eso nos tiene acostumbrados el progresismo en España, en Argentina, o en cualquier otro lado del mundo. Una visión absolutamente parcial e ideológica de la historia, sencilla hasta el aburrimiento, porque parece que nadie, absolutamente nadie que haya sufrido violencia de otro signo ideológico, o de otro sector político, tendrá derecho a absolutamente nada más que a los insultos de cualquiera que tenga acceso a una pluma o a un micrófono, de los muchos que están accesibles para eso.

Pero lo más notable es bajo qué conceptos se otorgará la nacionalidad a los nietos de quienes entre 18 de julio de 1936 y 31 de diciembre de 1955 hayan sido exiliados “bajo persecución política o necesidad económica”, según la ley de reparación histórica, cuyo original título se repite a ambos lados del Océano, y supongo que en varios rincones más del mundo.
El concepto en cuestión, podría considerarse basado en el ius ideologicus, el nuevo derecho inventado en clara oposición y en abandono del ius sanguinis, que ha regido a los pueblos de Europa desde tiempo inmemorial.
Parece que si usted es nieto de un exiliado republicano, su abuelo era español. Ahora bien, si su abuelito se ha ido de España por otros motivos o en otras fechas, su abuelo no era español a los efectos de su descendencia, aunque descendiera del mismo Cid El Campeador o del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Eso es discriminación, aquí y en cualquier lado del mundo, pero parece que los campeones de los derechos humanos no se han enterado.
Muy bien, allá va el millón y medio de descendientes de abuelos progresistas, les deseo la mejor de las suertes, en especial, a los seiscientos mil compatriotas argentinos que, con su velocidad habitual, harán cola en los consulados para hacer en España los trabajos que jamás harían en la Argentina.
También a los ciento cincuenta mil cubanos, que sin duda podrán ayudar mucho, porque han sido educados en una ideología avanzada. Si es que el régimen les permite salir, aunque con nacionalidad española no tendrá más remedio que abrirles las puertas del paraíso comunista.
Deseo asimismo que todos aquellos que vuelvan a España sean profundamente progresistas: así aligeraremos un poco la carga de este lado del océano. Después de todo, los que vuelven son todos aquellos que tuvieron abuelos de primera; los de abuelos de segunda tendrán que quedarse, o esperar que deje de regir el ius ideologicus y vuelva a regir el ius sanguinis, algo que parece cada vez más improbable.
Deseo también mucha suerte a los miles de abogados y gestores varios que en este momento están pensando cómo montar el negocio, dada la complejidad habitual de estos trámites.
Suerte también, con las fiestas democráticas que se vienen en el Valle de los Caídos.
Suerte a todos ellos, sobre todo cuando haya que defender Europa.
Quedaremos los descendientes de los conquistadores, que no tendremos nacionalidad española ni ley que nos proteja, pero heredando una sola gota de aquella sangre, será mayor nuestro patrimonio que el de los elegidos de hoy, no por España, sino por los políticos que la gobiernan, para llevarla bien lejos de su destino de grandeza.
Por mi parte, me quedaré donde estuve siempre, donde corresponde a alguien que no es progresista, en la última frontera donde llegó el Imperio Español, mucho antes de su decadencia, cuando la misma ideología que nos dicta este


LA VENDA EN LA HERIDA

enero 7, 2009

Por Juan Morote

Se augura una herida sangrante en el Partido Popular tras el eslalón electoral que tiene que afrontar en el primer semestre. El mordacero Rajoy parece haber aceptado, a beneficio de inventario, este calendario dando por perdidas las elecciones gallegas y las vascas. Para tratar de salvar su pellejo político, amén de querellarse contra todo aquel que no le aplauda e inciense, ha vuelto su mirada hacia aquel sector del PP del que no quiere saber nada desde el Congreso de Valencia.

En este caso, ha posado su vista en Jaime Mayor Oreja, quien representa la cara más coherente del PP. Se trata de un candidato intachable por casi nadie. Otra cosa bien diferente son los motivos que han llevado a Rajoy, el mordacero, a desempolvar al exministro del Interior. La elección de Jaime Mayor viene determinada por un cálculo de supervivencia, no por un giro político.

Rajoy sabe que su mensaje no es capaz de movilizar a su electorado, su contenido es tan fatuo que más del 10% de sus votantes prefieren votar una opción laicista y de izquierdas, como es UPyD, antes que lo que él encarna. El PP perdió las pasadas elecciones gallegas por un solo diputado, presentando a un candidato veterotestamentario, por no decir cretácico, y aún así y con la que está cayendo, Rajoy no se ve con capacidad para recuperar la Xunta.

En el País Vasco, la situación es todavía peor desde el «maricidio», o sea, desde la liquidación política y la humillación personal de María San Gil a manos del secuaz Lasalle. A partir de entonces, el PP del País Vasco anda buscando su sitio. Si bien sigue siendo lo más decente del panorama electoral vasco, no es menos cierto que no es lo que fue, ni lo que pudo haber sido si María siguiese al frente.

En ambos escenarios, Rajoy solo confía en el empeoramiento económico de la situación de aquí a marzo, para que sus votos se vean incrementados. Esto podría producirse si el PP hubiera planteado una batalla seria sobre cómo afrontar la crisis económica, pero habiendo adoptado una posición seguidista y acrítica con los disparates del Gobierno, parece poco probable que el votante normal vea al PP como la solución a la crisis, al menos por el momento.

Nombrando a Jaime Mayor ha querido ponerse la venda antes de que se produzca la herida, pero Rajoy lleva ya demasiadas derrotas y, lo que es peor, ninguna victoria. Su credibilidad como cartel electoral es inexistente, ni sus parientes confían ya en su futuro político. Ha buscado en Jaime Mayor un chivo expiatorio de la presumible derrota o de la victoria pírrica en las europeas. Aunque el tema tiene una segunda derivada, el mal resultado no sólo precipitará la salida de Rajoy, sino que permitirá que Gallardón dispute la sucesión con el ala seria del PP gravemente dañada. La situación de este partido es más preocupante de lo que se atisba.

La opción del mordacero de ayuntarse con Arriola y Gallardón lo convierte en el protagonista de aquellos versos de Darío:

El jardín puebla el triunfo de los pavos-reales.
Parlanchina, la dueña dice cosas banales,
y, vestido de rojo, piruetea el bufón.
La princesa no ríe, la princesa no siente;
la princesa persigue por el cielo de Oriente
la libélula vaga de una vaga ilusión.

Los nombres y apellidos de los personajes póngalos, al menos hoy, el lector.